Canasí: la primera vez que escuché este nombre no alcancé a imaginar cuántas resonancias llegaría a tener para mí. Fueron unos amigos quienes me comentaron originalmente del lugar, biólogos entusiastas que partían con la mochila a la espalda, la tienda de campaña bajo el brazo y el júbilo de experimentar en carne propia los secretos encantos de la naturaleza. Tiempo después tuve la oportunidad de ir con otro grupo de amigos y amigas y la experiencia fue como la del primer amor: profunda, dichosa, estremecedora.

La localidad en cuestión se encuentra en la actual provincia de Mayabeque, en la costa norte de la Isla, aunque inicialmente pertenecía a Matanzas. En 1738 se fundó la población original en la boca del río Canasí, del cual tomó el nombre. Pero más tarde fue trasladada tierra adentro debido a frecuentes inundaciones en la zona. No obstante, ha persistido un pequeño caserío en las proximidades de la desembocadura del río.
El viaje desde La Habana tarda alrededor de una hora, siguiendo la ruta de la Vía Blanca, la misma que lleva a la ciudad de Matanzas. El recorrido se distingue por el verdor de la vegetación y la compañía casi constante del mar, como si el verde y el azul anticiparan al viajero la promesa esperada al arribar a su destino.
La aparición de las lomas a ambos lados de la carretera anuncia al fin la cercanía del lugar. Al llegar al puente de Canasí, junto a un hermoso árbol de carolinas, inicia el camino que lleva a la boca del río. Esta es la primera parte de la aventura, una caminata de poco menos de dos kilómetros, inmersos en el silencio del campo. No es inusual encontrarse con alguno de los vecinos, siempre amables, que desandan el camino a pie o a caballo.

Llegados al caserío, seguimos por un breve sendero que revela súbitamente el río en toda su amplitud. Ancho, majestuoso, desemboca al Atlántico entre dos montañas que lo guardan, una a cada lado. Esta es una de las vistas más hermosas e impresionantes del lugar. Y he aquí la segunda parte de la aventura: mochila al hombro, hay que cruzar el río a todo lo ancho. Las aguas tranquilas, de corriente imperceptible, y el fondo plano y arenoso hacen de esta una tarea relativamente fácil, a pesar de la distancia hasta la otra orilla y el agua a nivel del pecho.

Una vez del otro lado, siempre tomamos un respiro antes de emprender la tercera parte de la aventura: la escalada de un sendero cuyos peldaños naturales de piedra permiten subir y bordear la loma para salir a la costa, justo al punto donde el río se une con el mar. Allí, desde la perspectiva de la altura, se aprecia el bello contraste del tono esmeralda de las aguas del río con el azul intenso del mar.

A lo largo de la costa, al pie de las lomas, se extiende un bosque típico de uva caleta. Este árbol leñoso, de tamaño medio y altamente resistente a la salinidad, se encuentra extendido en zonas costeras de la América intertropical y el Caribe. Debe el nombre a que sus frutos, pequeños y con forma de bayas, se presentan en racimos que semejan los de la vid, aunque ambas plantas pertenecen a grupos botánicos diferentes. Verdes al comienzo, toman un color púrpura cuando maduran a finales del verano y son comestibles, con un refrescante sabor dulce y fuerte aroma.

Otras plantas comparten el espacio con la uva caleta: almácigos, palmeras, yagrumas. Es de notar la presencia esporádica del guao, arbusto de hojas lustrosas color verde intenso y con puntas, cuyo contacto debe evitarse por su conocida toxicidad, con manifestaciones de irritación de la piel. Por fortuna, salta enseguida a la vista y es fácil evitarlo.
Entre los animales, señorean las auras tiñosas en las alturas, aves carroñeras típicas en la Isla. Lagartos de diferentes especies y cangrejos corretean discretos por el suelo, siempre escurriéndose ante el visitante. Mariposas, abejas y otros insectos completan parcialmente el cuadro.
Hay varios puntos del bosque donde se puede acampar. Algunas personas hacen un viaje de ida y vuelta en el día, pero es usual encontrar las tiendas de campaña de aquellos que prefieren pernoctar en el lugar, al amparo de las uvas caletas. Estas forman amplios espacios abovedados, bajo los cuales se está a buen resguardo del sol.

En los varios viajes que he hecho a lo largo de los años, hay dos cosas que han llegado a constituirse en tradición para el grupo de amigos. Una es el asado, que devoramos todos acuciados por el sorprendente apetito que la actividad física estimula; y la otra, para algunos enamorados del mar entre los que me cuento, es el buceo con esnórquel.
Para minimizar nuestro impacto, siempre llevamos todo lo que consumimos: el agua (que allí, por cierto, no la hay potable), los alimentos y en ocasiones hasta carbón vegetal como combustible, aunque también se encuentran ramas secas que sirven a este fin. Tras la caminata, el cruce del río y la subida de la loma, unos preparan rápidamente algo para merendar y otros montamos enseguida la parrilla y encendemos el carbón o la leña para el asado, casi siempre pollo. Con un delicioso aliño criollo a base de ajo, sal, jugo de limón, algo de pimienta y en ocasiones otras especias locales, el pollo o la carne se cocinan lentamente bajo la vigilancia por turnos de los más experimentados. Después de un refrescante chapuzón, el olor nos llama a gritos de vuelta a la orilla, donde disfrutamos del banquete, usualmente acompañado de arroz congrí, boniato hervido y chicharritas de plátano.

En cuanto al buceo, no soy de los que se arriesgan en zonas alejadas y profundas, pero me encanta nadar a lo largo de la costa. Seducen la vista los corales, como grandes árboles del mar, los peces de diversos tamaños y colores, los abanicos de mar mecidos por el oleaje… En fin, la belleza incomparable de ese universo misterioso oculto bajo las aguas y la emoción de adentrarse a descubrirlo. Otros prefieren simplemente nadar en la playita o ir a un lugar más profundo llamado la cazuela, analogía quizás debida a su forma redondeada. Allí, desde lo alto de un saliente rocoso, se lanzan en clavado los más temerarios.


Hay dos momentos muy especiales para quienes deciden pernoctar: la puesta de sol, que puede apreciarse en el mar, y la salida del Astro en la mañana, al pie de las lomas. La pureza y claridad de la atmósfera permiten disfrutar ambos eventos en todo su esplendor.

La noche suele ser también encantadora. Es el momento de retirarse al amparo de las tiendas. En esa intimidad se desatan varias conversaciones simultáneas, como un fuego cruzado que se viera libre súbitamente de las restricciones de la cotidianeidad. Así, el tiempo transcurre sin prisas, entre anécdotas, chistes y risas.
He tenido también la oportunidad especial de estar allí en noches de luna llena, en las que hay tanta claridad que se puede andar sin problema por la costa. Esto nos ha permitido convertirla en escenario de improvisados concursos de canto, donde la diversión no radica en averiguar quién canta mejor, sino quién es el más desafinado.

Puede que a algunos les parezca un viaje duro. El cansancio físico, el suelo irregular a la hora de dormir, siempre con alguna raíz o roca que consigue burlar nuestra limpieza del terreno, las condiciones de campaña en general… Pero lo realmente duro es el regreso. Decir adiós al paisaje, al olor del mar, al silencio, a la magia de compartir con los amigos, insustituible por emails, mensajes y llamadas telefónicas. Esta despedida suele ser la antesala de una melancolía que solo puede culminar en planes de una próxima visita.
Así, sucios y cansados, pero con las pilas cargadas de entusiasmo y renovados por la experiencia, bajamos la loma que nos lleva de regreso al río y lo cruzamos de nuevo, esta vez en sentido contrario. Siempre nos vamos con ganas de más, cargados de nuevas anécdotas y muchas veces con nuevas amistades. Y en los días siguientes, cada cual se encarga de publicar a los cuatro vientos en las redes sociales las fotos más sorprendentes de la aventura vivida. Otras, en cambio, quedan en la complicidad del grupo, atesoradas para las risas y la nostalgia en futuros reencuentros.
Canasí: siempre queda abierto el compromiso de ir una vez más. No somos pocos los que hemos vivido allí la experiencia de la amistad, del amor, de la naturaleza. A lo largo de estos años, el lugar se ha convertido en algo así como un centro de gravedad para varios de nosotros. Un centro que nos atrae de vuelta una y otra vez, sinónimo de tantas cosas buenas. Y cuando llegan los meses de verano y alguien propone ¨Vamos a Canasí¨, todos respondemos, ¡Vamos!




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No se quien escribió esto en realidad y a lo mejor nunca llegue a conocerlo..pero le doy las gracias x escribir tan hermosas palabras d un lugar tan simple y humilde como Canasi y que a lo mejor para muchos d nosotros mismos en nuestra tierra es un lugar comun ,sin embargo para otros es algo tan maravilloso y único visto desde ojos y mentes y corazones diferentes..en mi temprana juventud disfrute mucho d esos lugares..con mis mejores amigos..y leer todo esto me hace revivir increíbles recuerdos q guardo en mi corazón..a quien lo escribió gracias,x cada detalle,por cada sentimiento puesto en ello…muy lindo..las fotos espectaculares…gracias..no puedo decir mas
Hola Anette. Le agradecemos mucho su comentario. Nos agrada que haya revivido vivencias del pasado, pues este artículo se escribió en base a nuestras propias vivencias en un lugar tan mágico como Canasi, del cual nos quedamos perdidamente enamorados desde que fuimos por primera vez. Desde ese momento este ha sido nuestro lugar favorito, hemos compartido allí con amistades y hemos llevado a nuestros propios clientes a recorridos, y todos han quedado encantados.
Es un placer saber que hemos podido hacerle recordar esos momentos. Muchas Gracias